Un caso de conciencia: Lucrecia y las v’rgenes cristianas en la Ciudad de Dios de San Agust’n

 

 

 

Oscar Vel‡squez

 

 

Lucrecia, la joven matrona romana cuya violaci—n por parte de Sexto, hijo de Tarquinio el Soberbio, precipita su suicidio, alcanza en Tito Livio un poder de evocaci—n incomparable.[1] Nunca el mito parece m‡s convincente que cuando revestido de las formas que la historia concede a los acontecimientos m‡s reales; ni cuando el episodio es embellecido por un estilo ajustado a la ocasi—n del suceso. De ah’ que el ejemplo de la joven matrona adquiri— la categor’a equivalente a una hagiograf’a, que deja al descubierto al mismo tiempo detalles significativos de la mentalidad romana antigua. Los dramas m‡s crueles suelen desatarse a partir de acontecimientos aparentemente triviales, y aqu’ la conversaci—n en el inicio recae   ingenuamente en las esposas. ÒCada cual, dice Livio, comenz— a alabar a la suya de manera extraordinariaÓ. Desde el principio todo el afer dice alguna relaci—n con la alabanza. Siendo esto importante para los romanos, no puede parecer extra–o ver que los j—venes maridos deciden que han de llegar de improviso a sus casas, y en el atardecer, ir a ver (ÒinuisimusqueÓ) en quŽ est‡n sus mujeres, poniŽndolas a prueba mediante una inspecci—n ocular (ÒoculisÓ).[2] La palma del certamen se la lleva Lucrecia, que a diferencia de las otras j—venes, Òla encuentran sentada en el atrio ya entrada la noche entre criadas trabajando a la luz de la l‡mpara, entregada al hilado de la lanaÓ.[3] La visualidad penetra la intimidad del relato y se constituye en la prueba de la virtud. Del mismo modo, una Òmala libidoÓ arrebata a Sexto; lo que lo incita es la Òbella aparienciaÓ (ÒformaÓ) de la joven y el espect‡culo de su castidad (Òspectata castitasÓ) (1. 57. 7).

Las incidencias posteriores del caso son conocidas, pero me parece digno de se–alar un detalle: abordada con violencia por el agresor, ni los ruegos ni las amenazas han logrado vencer su obstinada integridad, pero la sugerencia de Sexto, de que junto al cad‡ver de la joven se har’a colocar un esclavo degollado, simulando con ello que se les mat— en el acto de cometer un Òs—rdido adulterioÓ, cambia por entero la situaci—n. ÒSe a–ade, dice Livio, al miedo el deshonor (dedecus)Ó (1. 58. 4).[4]  Es el giro decisivo; es el terror de la deshonra el que desarma ahora una Òcastidad resueltaÓ, dejando en apariencia vencedora la ÒlibidoÓ arrogante del agresor.[5] Dos veces se se–ala la tristeza de la joven mediante el adjetivo maesta, que indica un aspecto manifestativo de la pena, el despliegue de signos exteriores de dolor; y el marido y familiares que vuelven al llamado urgido de la esposa, la Òencuentran triste sentada en el dormitorioÓ. Ella dice haber perdido su Òpureza sexualÓ (ÒpudicitiaÓ), y agrega estas palabras, que se constituyen en el centro indiscutido del relato: Òpero solo el cuerpo ha sido violado, el esp’ritu no tiene culpa; la muerte ser‡ testigoÓ.[6] Hay un intento verdadero de apartarse de la exterioridad y de volverse a la realidad invisible del animus, pero no parece posible salir de la dialŽctica impuesta por la exterioridad, que atraviesa la totalidad del cuadro descrito. De la lectura del texto se ve que no es posible poner un testigo interior que como ‡rbitro invisible dirima el dilema de un alma atrapada entre una verdadera inocencia invisible, espiritual, y una falsa pero aparente culpabilidad; por eso, solo queda como testigo la muerte. No hay un testis, porque aparentemente no se postula siquiera la existencia de quien haya podido observar el suceso de un consentimiento invisible. Hay un intento todav’a de los circundantes de salvar una situaci—n crecientemente imposible: Òes la mente la que yerra, le dicen, no el cuerpo, y en donde falt— la intenci—n estuvo ausente la culpaÓ.[7]

Pero la situaci—n descrita por el historiador coloca a todas las piezas del cuadro como si estuvieran vueltas, todas ellas, hacia un espectador innominado: todas ellas est‡n volcadas sin remedio hacia el exterior, de manera que la noxa, es decir, la acci—n o conducta culpable, el ÒagravioÓ, es llevado de una parte a otra entre los personajes centrales de esta escena como si se tratara de una cosa. As’, ellos Òconsuelan a la doliente apartando la noxa desde la que fue violada hacia el autor del delitoÓ. Pero falta un eslab—n central, quiero decir, una suerte de conciencia, si bien el relato pugna por establecer un centro de referencia que supere la fluidez de sujetos y objetos.

Mas ÀquŽ soluci—n real puede haber en una situaci—n en que el dedecus, es decir el ÒdeshonorÓ, la ÒinfamiaÓ, se constituye en fundamento y ‡rbitro del problema? La atm—sfera del relato adquiere la apariencia de un tribunal en que, en ausencia del ofensor, la agraviada es a su vez el juez que juzga del delito y decide la pena. La ofendida misma expresa entonces su veredicto: Òyo, si bien me absuelvo de ofensa moral (peccato), no me declaro libre de castigo (supplicium)Ó. La satisfacci—n exigida por las normas del honor, segœn su parecer, la obligan a conferirse la muerte.[8] La presencia, por otra parte, de estas mismas normas implican la raz—n adicional de evitar por este medio que, en caso de quedar ella sin castigo (y suponerse que pudo haber cometido una ofensa moral oculta), otra mujer que s’ ofendi— secretamente su castidad pueda seguir viviendo en lo sucesivo Òpor el ejemplo de LucreciaÓ.[9] Gracias a ello Lucrecia a su vez se transforma en exemplum, es decir, en modelo para ser imitado.

A prop—sito de una situaci—n similar en tiempos cristianos, San Agust’n es testigo de la persistencia de las actitudes compendiadas por el relato de Lucrecia. En el trasfondo de la situaci—n aparentemente espec’fica en que se desenvuelven los hechos, se revela la presencia siempre presente de la situaci—n integral del ser humano. Si en el 413 d. C, con los tres primeros libros de la Ciudad de Dios  ya escritos, y a tres a–os del saqueo de Roma, recuerda en el primero, entre otros padecimientos, los ultrajes recibidos por j—venes cristianas, es porque Agust’n se encuentra analizando la suerte comœn de los mortales, buenos y malos, frente a las gracias y las desgracias de esta vida. Ello forma parte fundamental del esquema de los cinco primeros libros que, como afirma en las Retractaciones, refutan la idea de que el culto de los dioses es necesario para la prosperidad de los asuntos humanos, por lo que la prohibici—n de aquel culto parece la explicaci—n del nacimiento y acrecentamiento de los males actuales. En este contexto se establece un paralelo entre Lucrecia y estas j—venes, casadas o doncellas, y en especial, ciertas ÒsanctimonialesÓ, es decir, religiosas consagradas. Agust’n hab’a mantenido el principio de que la libido aliena no mancha si es ajena; y en el caso de la violencia ejercida sobre las j—venes, solo cabe el consentir o rechazar Òin menteÓ, de modo que no se pierde la castidad, un bien espiritual, por actuar en ellas una Òlibido non suaÓ.

Debe recordarse que Agust’n, como lo ha establecido en su pr—logo, ha asumido Òla tarea de defender la glorios’sima Ciudad de Dios. . . frente a los que anteponen sus dioses de su FundadorÓ, y que por tanto, el caso de Lucrecia es visto al interior de la controversia suscitada entre dos concepciones de la realidad y de la vida. Agust’n, entonces, si bien concede que fue muy justo lo que se dijo a prop—sito de Lucrecia de que Òfueron dos, y uno solo cometi— adulterioÓ, el suyo no es un caso cerrado y merece la revisi—n de su expediente. Debe tambiŽn tenerse presente que Lucrecia es uno de los exempla en que se reflejan los grandes ideales de la patria romana, que en forma indirecta representan las aspiraciones de la ciudad terrestre y sus capacidad de fundar una virtus a su semejanza. En esas circunstancias, el exemplum es, en primer lugar un Ôejemplar de conductaÕ, que lo convierte en modelo a imitar, constituyŽndose en verdadera norma superior de vida: son los ÔsantosÕ del paganismo. El ejemplo, por otra parte, alcanza en Agust’n una capacidad ret—rica importante como sustento de la argumentaci—n e incluso de la prueba.[10] Andan errados, creo, los que insisten en ver —desde los inicios de esta gran obra— estos ejemplos como digresiones. Por œltimo, deber’amos ver en ellos, creo, ciertas impl’citas reminiscencias plat—nicas, que refuerzan sus caracter’sticas de arquetipos de la prueba.

ÀDebemos entonces juzgarla adœltera o casta? se pregunta Agust’n. Su argumentaci—n quiere poner en evidencia los defectos del juicio (ÒÁA vosotros apelo, leyes y jueces romanos!Ó)[11]. El agresor sufri— la m’nima pena del destierro, la agredida, la pena capital. La ley romana no permite la ejecuci—n impune del reo sin que preceda condena judicial, pero la agraviada Lucrecia, mediante su suicidio, mat— a una Lucrecia inocente. No intento entrar aqu’ en una discusi—n sobre el suicidio, que me apartar’a del centro del tema que analizo; y pienso, adem‡s, que este no es el punto central de la argumentaci—n de Agust’n a prop—sito de Lucrecia. Pero es conveniente tener presente que hay precedentes de la idea de que el suicidio es un homicidio de s’ mismo, exhibida eso s’ en un contexto de discusi—n ret—rica: "Homicida, inquit, est qui se occidit" (SŽneca, el Ret—rico, Controversiae 4. 2; ver Quintiliano, Institutio Oratoria 7. 3. 7). Agust’n pretende evidentemente erosionar la capacidad ejemplar de Lucrecia, no su honra personal (no he hallado en esta discusi—n indicios de que Agust’n dudara de la realidad hist—rica del personaje; menor importancia ten’a en todo caso para su condici—n de arquetipo). Pero Agust’n se muestra aqu’ duro e implacable, puesto que se siente atacando una idea: "ÀPor quŽ alab‡is con tanta recomendaci—n a la homicida de una mujer inocente y casta?" (De ciu.,  1. 19. 2).

Una vez desarmado de ese modo el edificio imponente de Lucrecia, Agust’n tiene abierto el camino para la defensa de quienes ÒinsultanÓ a las mujeres cristianas agraviadas en la cautividad de Roma. Por quŽ se mat—, siendo que era inocente del adulterio: no era el Òamor por la pureza sexualÓ, dice, era Òla debilidad de la vergŸenzaÓ (infirmitas pudoris, 1. 19. 3). Sin duda que el ejemplo de Lucrecia deja en evidencia restos de una mentalidad en que el pudor, y el dedecus, son el elemento decisivo, una suerte de resabio de una shame culture.  El pudor apunta a la preservaci—n de la honorabilidad, y esta œltima convive con la alabanza del entorno. Lucrecia, Òcomo mujer romana demasiado ‡vida de alabanza, temi— que se considerara que lo que hab’a padecido con violencia mientras viv’a, lo hab’a padecido voluntariamente si continuaba viviendoÓ (1. 19. 3). En la contienda acerca de las mujeres en Tito Livio se hab’a dicho que Òla alabanza qued— en posesi—n de LucreciaÓ (1. 57. 9-10); y me hab’a parecido, por otra parte, que el punto decisivo del relato del historiador romano estaba precisamente en el deshonor (Òaddit ad metum dedecusÓ).

La cuesti—n determinante ahora, en Agust’n, est‡ en la superaci—n del dedecus. ÒHe aqu’ por quŽ, dice Agust’n, ella consider— que deb’a presentar aquel castigo a los ojos de los hombres como testigo de su intenci—n (mentis suae testem), puesto que no pod’a revelarles su concienciaÓ (De ciu. 1. 19. 3). Para justificarse hab’a que demostrar la inocencia a los ojos de los hombre (comparar, ÒoculisÓ en Livio 1. 57. 7, y Òad oculosÓ, De ciu. 1. 19. 3). Para ello se necesita un testigo. La conciencia de Lucrecia carece de otra referencia que no sea el entorno de los hombres; la conciencia de las j—venes cristianas, en cambio, tiene un referente interior que es el testimonium de su propia conciencia, que se ejerce Òcoram oculis Dei suiÓ. De ah’ que estas j—venes no han necesitado morir por su propia mano, sucumbiendo a la vergŸenza (ÒerubescendoÓ) para vengar un crimen ajeno. La cultura de la vergŸenza se apoya en un referente exterior, la cultura de la conciencia, llamŽmosla as’, en uno interior, en cuya m‡s ’ntima profundidad est‡ Dios. Al hablar de conciencia no me refiero a la conciencia moral, sino a aquella realidad interior que es fundamento del yo y espacio espiritual de encuentro con la divinidad. Los antecedentes, entonces, de esta soluci—n agustiniana podemos hallarlos en su doctrina de la conciencia, desarrollada especialmente en las Confesiones. Ahora se demuestra el valor de esta doctrina en su proyecci—n social. Dicho desde otra perspectiva, la conciencia como intimidad espiritual es tambiŽn un descubrimiento cultural, de modo que puede haber culturas sin conciencia, a las que podr’amos llamar de la exterioridad. De ah’, en consecuencia, Agust’n aduce, en el momento decisivo de esta suerte de peroraci—n sobre el caso de Lucrecia, y refiriŽndose a las v’rgenes romanas: ÒPoseen ciertamente dentro la gloria de su castidad, el testimonio de su concienciaÓ (Habent quippe intus gloriam castitatis, testimonium conscientiae, 1. 19. 3). Los traductores suelen agregar un "y" al Òtestimonio de su concienciaÓ, siendo que esta œltima frase est‡ claramente en aposici—n a gloriam. Agust’n, entonces, creo que quiere decir lo  siguiente: la honra de la mujer romana estaba fuera en cuanto necesitaba de los ojos y la aprobaci—n de los hombres, es decir, de su entorno social; y estos se transformaban as’ en los testigos arbitrales de la gloria. En las mujeres cristianas, en cambio, su honor es interior (ÒintusÓ), por lo que no necesitando un testigo exterior, el testimonio de su propia conciencia es su gloria. Y como Dios est‡ en la intimidad de esa conciencia, la castidad brilla ante los ojos de Dios, el ‡rbitro de su gloria, no necesitando fundamentalmente de nadie m‡s.

El conjunto de casos relacionados que se han estado revisando aqu’, nos ha llevado entre otras cosas a esclarecer mejor, espero, la unidad de concepci—n existente al interior del gran dise–o de la obra. Ahora bien, junto a la idea de las calamidades comunes al gŽnero humano —entre las que est‡n las que sufrieron los ciudadanos de Roma durante el asalto de la urbe— est‡ el hecho de que los fieles cristianos no carecieron del consuelo divino; y en parte se asocia Agust’n a ello, proponiendo en favor de quienes fueron humillados sus propios motivos de consuelo. Uno se puede preguntar si el ÒmotivoÓ literario se aviene con una obra que podr’amos considerar apologŽtica (defendere, pr—logo). Podemos suponer, sin embargo, que la apolog’a tambiŽn se propone mostrar, al menos indirectamente y al interior de la misma controversia, los fundamentos del cristianismo a los mismos cristianos. Se tratar’a en este caso de una apolog’a de la fe cristiana contra los paganos tambiŽn para lectores cristianos. QuŽ sentido pr‡ctico podr’a tener escribir medio mill—n de palabras solo para lectores por lo general muy poco dispuestos a dejarse convencer, y eso en caso que se decidieran a leer. Indudablemente que Agust’n no lo pens— as’, a pesar de que no hay menci—n expl’cita en su pr—logo acerca de esto. Pero en la carta de San Agust’n a Firmo, su editor, la situaci—n se hace m‡s clara. Le dice: ÒSi as’ como fuiste diligente en obtener estos libros lo fueras tambiŽn en leerlos, comprender‡s por tu propia experiencia mejor que por mi promesa cu‡nto te pueden ayudarÒ (quantum adiuuent). ÀQuŽ tipo de ayuda? No creo que estŽ hablando de simple utilidad o apoyo en las argumentaciones que el mismo Firmo pueda hacer a su vez contra los paganos, sino en el sentido de asistencia moral, aliento, ayuda en la comprensi—n de su propia fe. En ese sentido, tanto la alocuci—n a los propios fieles como la consolaci—n de estos ser’a parte integrante de la apolog’a. Del mismo modo, el propio pueblo cristiano est‡ expresamente considerado por Agust’n entre sus primeros lectores,[12] como lo eran indudablemente en su actividad pastoral sus sermones, homil’as, y gran cantidad de cartas y otros escritos. De all’ su preocupaci—n por levantar la moral de los fieles de Cristo: ÒGrande y verdadera es la consolaci—n que poseŽis, si conserv‡is una conciencia sincera de no haber consentido en los pecados de aquellos a quienes se les permiti— pecar contra vosotrosÓ (De ciu. 1. 28. 1).

As’, la consolaci—n que surge de la defensa de la religi—n cristiana, junto con ser aliento para permanecer en la fidelidad, es un llamado a la comprensi—n profunda de la humildad. Este punto ya se hallaba insinuado en el pr—logo del De ciuitate Dei, cuando manifiesta la dificultad de Òpersuadir a los soberbios cu‡n grande es la virtud de la humildadÓ. El dise–o de la obra muestra que la verdadera apologŽtica cristiana no consiste en un mero conjunto de argumentos de defensa (como suelen hacerlo a veces los moralistas), sino tambiŽn un llamado al propio pueblo cristiano a comprender que Žl comparte con todo el gŽnero humano una suerte comœn, en que las dos ciudades se hallan entremezcladas y confundidas en este siglo (1. 35). De ah’ que entre las œltimas recomendaciones de Agust’n a las j—venes cristianas, est‡ un llamado a abandonar todo vestigio de soberbia. En estas lamentables circunstancias, Òno se les ha arrebatado la castidad, pero se les ha inducido a practicar la humildadÓ (1. 28. 1). 

 

 

Oscar Vel‡squez

Teolog’a y Vida, volumen XXXIX (1998) pp. 288-294.


 Resumen  ("Un caso de conciencia. . .", O. Vel‡squez)

Muchas j—venes cristianas sufrieron ultrajes durante el saqueo de Roma en el 410; Agust’n quiere dar una explicaci—n y traerles un consuelo. Hace en primer lugar un an‡lisis de la escena en que Tito Livio narra los acontecimientos que conducen a la violaci—n de Lucrecia, considerado entre los romanos del paganismo el exemplum m‡s sobresaliente de mujer virtuosa. A la luz del relato de Agust’n, este estudio presenta las diferencias profundas entre una concepci—n pagana y una cristiana frente a la intimidad de la conciencia. Lucrecia se vio en la necesidad de matar a una Lucrecia inocente por carecer de un testimonio de su propia conciencia, Dios, que para las j—venes cristianas se constituye en el œnico ‡rbitro de la inocencia de sus actos. As’, se hace un estudio de las implicancias del hecho de que la conciencia de Lucrecia carece de una referencia interior decisiva, mientras las j—venes cristianas tienen un referente interior que el el "testimonium" que se ejerce "ante los ojos de su Dios".


Resumen ("Augustinus Magister. . .", A. Mandouze)

El Augustinus minister es inseparable del Augustinus magister, y el mŽtodo prosopogr‡fico ha permitido sintetizar mejor a ambos. Pero hay una incre’ble y creciente desproporci—n en favor de los estudios sobre la doctrina y en desmedro de los acerca de su persona y vida. Se debe estar precavido contra el 'monopolio dogm‡tico' de un absolutismo agustiniano reducido a sistema; no se deber’a descuidar la consulta directa y la cr’tica de la obra, su sitaci—n hist—rica, geogr‡fica, prosopogr‡fica, etc. Es paradojal que haya tantos que insistan en el Agust’n 'doctor de la gracia', siendo que la Iglesia cat—lica no ha canonizado jam‡s el extremismo de las œltimas polŽmicas de Agust’n; y ello se debe a la explotaci—n de su doctrina. La referencia existencial al obispo de Hipona ser’a una excelente manera de colocar a Agust’n en una situaci—n contrastada de Augustinus Minister, siguiŽndolo a lo largo del per’odo de relevo de lo presentado en las Confesiones y los Di‡logos, en que el magister cede ante el minister, como lo muestra particularmente su correspondencia y obras como las Enarraciones in Psalmos. El mismo Agust’n se–ala, p. e. en el Serm—n 23 las tensiones entre el magisterio y el ministerio, lejos de una perspectiva autoritaria; que no hay otro magister que Dios, ni otro minister que al servicio de ƒl.

 

 

 



[1] Tito Livio, Ab urbe condita I. 57-58.

[2] ÒId cuique spectatissimum sit quod necopinato uiri aduentu occurrerit oculisÓ (1. 57. 7).

[3] 1. 57. 9.

[4] ÒAddit ad metum dedecusÓ.

[5] 1. 58. 5 : ÒQuo terrore cum uicisset obstinatam pudicitiam (ÒcastidadÓ) velut uixtrix libido (Òapetito sexualÓ), profectusque inde Tarquinius ferox (ÒarroganteÓ) expugnato decore (ÒdignidadÓ) muliebri esset,...Ó.

[6] 1. 58. 7: Òceterum corpus est tantum uiolatum, animus insons; mors testis eritÓ.

[7] 1. 58. 9: ÒMentem peccare, non corpus, et unde consilium afuerit culpam abesseÓ.

[8] El supplicium como tŽrmino legal a menudo designaba un castigo f’sico aplicado a la pena, que pod’a significar, como en este caso, la ejecuci—n.

[9] 1. 58. 10: ÒEgo me etsi peccato absoluo, supplicio non libero; nec ulla deinde impudica Lucretiae exemplo uiuetÓ.

[10]  Cicer—n se hab’a referido al ejemplo en un sentido parecido (ver, De Inuentione 1. 49, y Quintiliano, Institutio Oratoria 5. 11. 1). Luego, a prop—sito de las mujeres cristianas injuriadas, dice: ÒNobis tamen in hoc tam nobili feminae huius exemplo ad istos refutandos...Ó. Por cierto que Agust’n est‡ consciente de los l’mites probatorios del ejemplo: "Sana quippe ratio etiam exemplis anteponenda est, cui quidem et exempla concordant, sed illa quae tanto digniora sunt imitatione, quanto excellentiora pietate" De ciu. 1. 22. 2).

[11]  De ciu. 1. 19. 2.

[12]  Carta a Firmo: ÒAmicis vero tuis sive in populo christiano se desiderent instrui...Ó.